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Crónica de la última noche en la casita: Bad Bunny abre el camino para un nuevo Puerto Rico


La residencia del artista, que terminó en el aniversario del paso del huracán María, marca un antes y un después en la historia del país.

SAN JUAN, Puerto Rico.- El cielo está encaranublado. La próxima parte de ese trabalenguas es una pregunta: “¿quién lo encancaranublaría?”, pero un día como hoy esa pregunta parece tonta. Hace exactamente ocho años, ese mismo cielo se tornó en pesadilla. Y hoy –2,923 días después–, las densas nubes oscuras parecen cubrir el cielo como un recordatorio de aquel monstruo que le arrebató el encanto a toda la isla, y de los muchos otros monstruos que vinieron después a cebarse en la carroña. Ese mismo año, la carrera musical de Benito Antonio Martínez Ocasio, un muchachito de Vega Baja, comenzaba a despuntar. Pero el mundo lo conocería por otro nombre, uno un tanto absurdo: Bad Bunny.

El tren en dirección al Coliseo de Puerto Rico está empaquetado. Son apenas las 6:00 p.m., pero nadie parece querer arriesgarse a llegar tarde. Cuando las puertas se abren, algo truena en la distancia, pero el relámpago no llega. El repicar de tambores guía el camino. Suena a bomba, suena a plena, suena a la inconfundible fusión de los sonidos que se formaron en estas tierras. El día está lluvioso, pero el aire huele a fiesta. Este es final del camino, de un largo y lindo camino; y no importa que las nubes tapen al sol, miles de almas se juntan para decirle adiós al evento que le ha dado una nueva forma de luz a todo el país por los pasados tres meses. La Residencia de Bad Bunny ha llegado a su fin.

No puede ser casualidad. Que el último concierto sea el mismo día que el aniversario del paso del huracán María no puede ser una simple coincidencia. Que este, de todos los días, haya sido escogido para proyectarle al mundo entero el evento más caliente del verano no puede ser producto de un traspié del destino. O quizás, sí.

El ambiente se siente distinto. En pasadas funciones, se percibía una intensidad constante, una inquietud de espíritu que parecía poseer a todo el que llegara a los predios. Pero hoy es diferente. Hay una quietud intranquila, no del todo distinta a esa sensación de calma antes de una tormenta. No hay filas kilométricas, no hay prisa ni desespero. En las entrañas del Coliseo las personas se mueven con liviandad. No faltan los sombreros de paja, ni las guayaberas, ni las faldas, ni las flores en el pelo. Es como si aquí adentro el paso del tiempo no tuviera efecto, como en una estampa, preservando para siempre el momento en la memoria.

Isabel Pellot lleva puesta una gran pava sobre el estirado pelo rubión. Estatura baja, ojos claros, veintitantos años, y actitud muy propia de una verdadera bayamonesa.

—¿Cómo crees que esta serie de conciertos han cambiado a Puerto Rico?

“Creo que esto ha expuesto a Puerto Rico de una manera que no es solo sean los estadounidenses los que nos reconozcan, sino el mundo entero. Lo que ha hecho Bad Bunny es eso, exponernos mucho más allá de lo pequeño que somos, demostrando que salen personas grandes de aquí. Eso es un honor”, responde.

Isabel tiene claro que esta fecha tiene doble significado, pero razona que se trata de algo merecido, de algo que busca subsanar las heridas dejadas por la tragedia.

“Es como un regalo. Se pasó algo súper fuerte para todo el mundo y estar aquí es como una recompensa, por eso que se vivió”, reflexiona.

Siempre ha vivido en Puerto Rico, dice, nunca se ha ido. Que Benito escogiera hacer su Residencia aquí y no en otra parte significa mucho, comenta. Ver a personas de tantos otros países venir hasta acá, al lugar donde ella nació y se crió le resulta una experiencia extraordinaria. Le queda más que claro: ser puertorriqueño es la cosa más chévere del mundo en estos momentos.

A unos pasos, una mujer mayor juega con su pelo, buscando acomodarlo para ponerse la colorida pava que ha traído. Un caballero de guayabera blanca y boina negra intenta ayudarla. Lo primero que sale de la boca de Tito Canetti es una expresión de su orgullo cagüeño. Tiene 84 años, trae el pelo canoso y largo recogido en un moño.

“Esto ha sido de cero a cien. Nunca en mi vida había visto un evento como este. Se ha desbordado todo el pueblo en una fiesta bien bonita”, opina sobre la Residencia.

A su lado, Silvia Roldán, de 83, con la pava en la mano, añade su propio análisis del asunto.

“Esto es una fiesta de pueblo, en donde todos estamos unidos. Ha sido una cosa tan increíble que uno ni lo cree. Lo que está pasando en Puerto Rico y lo que está haciendo Bad Bunny es para los puertorriqueños. Nunca había visto a todos nosotros tan unidos como lo hemos visto en este momento. No es solamente aquí, en el mundo entero. Mis hijos en Estados Unidos están orgullosos y sienten el dolor de no estar aquí. Esto los ha ayudado a ellos a repensar que, verdaderamente, el puertorriqueño debe estar aquí”, dice, con emoción.

Llevan toda la vida juntos. Más bien, la mayor parte de sus vidas. Como en todos los caminos, hubo tropiezos, pero empezaron juntos y terminaron juntos, y eso es lo que importa.

—¿Tienen fe en la juventud puertorriqueña?

“Totalmente”, responde Silvia de inmediato. “No hay nada como la juventud puertorriqueña, con ese amor y ese cariño que le brindan a la gente que viene de afuera, que los reciben como si fueran de aquí. Eso es de lo más hermoso que tenemos”.

Bad Bunny y Marc Anthony cantan “Preciosa”: así lo hicieron.

Los fanáticos estallaron de emoción durante el último concierto de la residencia “No me quiero ir de aquí“.

Ambos recuerdan una versión distinta de ese cariño y de ese amor, luego huracán. Recuerdan cómo las personas se ayudaban, cómo, mientras el país se desmoronaba, su gente bombeaba la sangre que quedaba por sus venas abiertas, unidos como en un gran corazón. ¿Será eso lo que significa ser puertorriqueño?

Las gradas del Coliseo se van llenando de a poco. El escenario sigue siendo el mismo. De un lado la gran montaña, del otro la pequeña casita. Se siente como visitar el hogar de un ser querido en un momento especial. Una añoranza sopesa entre las paredes; un deseo de regreso. Para algunos, volver de las tierras frías y lejanas a las que tuvieron que partir buscando una nueva vida; para otros, regresar a tiempos mejores, como cuando la luz no se iba todos los días o cuando las cosas no estaban tan caras o cuando existir en esta isla no se sentía como una lucha diaria contra la vida misma.

¿Qué quiere decir todo esto? ¿Por qué las cosas tienen que ser así? ¿Es posible algo distinto?PUBLICIDAD

La Residencia parece haber resuelto un montón de problemas. Le ha dado una inyección económica más que necesaria a la isla, ha reavivado el interés en la cultura y en la historia, ha abierto a Puerto Rico al mundo entero. Pero todavía falta.

Cuando el concierto finalmente comienza, incontables pares de ojos comparten la misma experiencia. Incontables oídos escuchan los mismos sonidos. Incontables bocas cantan las mismas canciones. Algo así de grande, así de impactante, no puede ser menos de un milagro. Pero todavía falta.

Se cantan las mismas canciones, se perrean los mismos perreos, se gritan las mismas consignas –“¡yo soy boricua, pa’ que tú lo sepas!”–, pero es diferente. Bad Bunny se mueve de un lado a otro y en cada oportunidad agradece al público por el apoyo de todos estos años, por creer en su proyecto y en su música, por tener fe. Banderas monoestrelladas ondean por todas partes. Inscrita en una de ellas se lee “4,645 muertes, prohibido olvidar”. Benito nunca lo menciona directamente, no tiene que hacerlo porque todos los puertorriqueños lo saben. Y, tal vez, ahí se puede encontrar la intención. Contraponer una tragedia con un momento de felicidad suprema. No borrarla, no olvidarla, pero sí sugerir que algo distinto es posible, que después del luto puede haber alegría. Que una velita puede servir para alumbrar una casa apagada y también para rezar por el porvenir de una nueva vida.

En el viaje de regreso en el tren van tantas personas que casi no hay espacio para moverse. Algunas repasan los eventos de la noche, destacando sus momentos preferidos, las sorpresas que más disfrutaron, los momentos en los que rieron y en los que lloraron. De estación a estación, los vagones se vacían. La última noche ha sido verdaderamente mágica. Se siente en el aire una paz satisfecha. La misión ha sido cumplida.

Son poco más de la 1:00 a.m. En el banco de una estación, una pareja espera su transporte. Los collares de camarita de Isabella Orama y Eduardo Casalduc todavía brillan, intermitentes, en sus cuellos. Isabella, delgada, morena, de ojos oscuros. Eduardo, alto, esbelto, ojos profundos y grandes cejas. Ninguno llega a 30 años. Ambos han salido extraordinariamente complacidos del concierto. Ambos piensan que las cosas apenas comienzan.

—¿Cómo creen que Bad Bunny y estos conciertos ayudan a redefinir la puertorriqueñidad?

“Yo no creo que la redefine, yo creo que la revive. No hay que definirla porque ya existe, esto simplemente la resalta. El puertorriqueño es experto en menospreciarse, en decir que aquí no sirve nada. Pero nadie se da cuenta, nadie habla de lo bueno. Si fuésemos tan patriotas no estuviésemos menospreciando tanto. Estaríamos enalteciendo nuestra cultura. Y esto es algo que Benito ha logrado como respuesta al menosprecio que se supone que tengamos en práctica. Me enorgullece saber que hay alguien que está tratando de hacer eso”, opina Isabella, con voz firme, pero siempre sonriendo.

Eduardo también ofrece su reflexión. Dice que este es un evento del que espera poder hablarle a sus hijos, que cree que este será el marcador cultural de estos tiempos, de su generación.

“Tenía que pasar de esta manera y es una bendición para el pueblo de Puerto Rico, que este cabrón, perdón por decirlo así, haya nacido aquí”, dice, y quizás tiene razón.

Quedan muchas preguntas. Queda mucho camino. Pero ya hay tierra labrada. Ya la semilla fue regada. Ahora es cuestión de cuidarla. También es cierto que mucha gente viene sembrando semillas desde antes de estos conciertos. Benito Martínez Ocasio no vino a empezar revoluciones, eso está más que claro, pero su gesta ha reavivado el espíritu de muchos que empezaban a perder la fe en el futuro de su país. Y eso, en sí mismo, constituye un acto revolucionario.

El cielo sigue encaranublado. Bad Bunny cierra un capítulo más en su carrera y, como resultado, el país se atreve a soñar de nuevo. Es de noche y las espesas nubes negras se mueven como centinelas ante los astros. Ya no se ven tan terribles como antes. Algo en el corazón ha quedado cambiado: una certeza valerosa que sabe que, así soplen los más terribles vientos huracanados, así caiga la más horrible lluvia, mañana, y cada día después, el sol volverá a brillar sobre estas tierras.



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